El otro día salí de mi casa porque me llegó un correo donde se anunciaba un evento público de lucha libre. No me hubiera llamado mucho la atención de no ser por el hecho de que lo que hacía especial ese día es que era totalmente gratis. Como hoy en día encontrar algo gratis es jodidamente jodido, no lo pensé dos veces, y para alimentar más mi tacañería, caminé (bueno, más por actividad física que por economía).
Fuí tan bacán, que llegué con varias horas de anticipación. Ver que el escenario aún no estaba montado puso a mi encamadora mente a pensar en qué otra cosa emplear el tiempo que tenía libre entre manos para hacer valer el esfuerzo de haber llegado temprano. Fué así como entré al centro comercial que estaba justo al frente.
El aire fresco del interior, sumado al andar de lindas jovencitas me puso de muy buen humor. Yo, vestido de civil, era un Encamador contento, mirando las luces y paseando tranquilamente.
Maldigo el momento en que se me ocurrió buscar de dónde provenía una voz en micrófono que animaba una feria.
Llego al patio de comidas, que en sus mesas no habían consumidores, sino una horda de muchachos, que oscilaban entre los 12 y 45 años, agrupados ante una tarima en el que desfilaban, al más puro estilo de las pasarellas europeas, otakus. Había caído en un show de cosplay.
El aire pesado y húmedo, como si fuera un capítulo de alguna de las más sombrías historias de Edgar Allan Poe, hizo verga el aire acondicionado del lugar. Los sujetos (unos 100, sin exagerar ) que estaban sentados en las mesas del gran comedor emanaban sudor, y habían asentado su propia atmósfera de manga, juegos de cartas, aire caliente, mal aliento, y anime.
A juzgar por la hora y por los malos olores, estoy seguro que habían pasado todo el santo día ahí jugando Yu-Gi-Oh. Es más, estoy convencido que, como leí en un cartel que ese evento iba a durar 3 días, esos sujetos estaban así porque planeaban quedarse a dormir ahí (claro, como hay baños y comida chatarra, es el hábitat ideal del otaku y fan del anime).
A mí me habían contado como era eso de los otakus, pero es otra cosa estar en medio de ellos en su hábitat natural. Es como caminar en el mercado de la Caraguay a eso de las 12 de la noche, es como la cocina de un chifa de mala muerte cuando están preparando cangrejo, se siente más incómodo que aguantarse las ganas de cagar en una sesión indefinida del Congreso, es mas turro que chatear con el marido de tu ex-novia, es como si Criss Angel te sacara 101 dálmatas sarnosos de los huevos, es más feo que si tus amigos por darte una celebración sorpresa para tu cumpleaños hacen la vaca y te pagan un show de Delfín Quishpe.
Había un loco disfrazado de Naruto, ese fué el único personaje que pude identificar. El resto eran disfrazados de personajes cuyas series son desconocidas y de poco éxito mundial (cualquier cosa que un alejado del mundo como yo no tenga conocimiento, quiere decir que no es exitosa). Algunos eran pareja, y coincidentemente sus personajes al parecer en la historieta también. He notado que un gran porcentaje de los personajes del anime son emos, por el característico flequillo cojudo que tienen. Unos muchachos no tenían necesidad de pelucas: sus cabellos estaban ya con predisposición emo.
En la seguridad de mis gafas oscuras, examiné el comportamiento de estos excéntricos, cual si fuera un reportero del Discovery Channel. Hubo un sujeto que su disfraz era demasiado extraño, porque casi no compaginaba con la estética (amarihuanada) japonesa. Era rapado, con delineador en los ojos, algo grueso, tenía brazos similares a los míos por lo que noté que tenía pocos días de haber acudido al gimnasio, vestía totalmente de negro, con unos pantaloncillos que le apretaban a medio muslo. Usaba botas grandes, de esos matachanchos, con medias tiro gaitero... y fué cuando descubrí el horror: no era un otaku disfrazado en sí, era un homosexual.
Era hora de que el Encamador tomara cartas en el asunto:
Salí del salón donde estaban reunidos todos los otakus, tomé aire fresco, humedecí mi verde cabello en los baños del centro comercial, y regresé a la convención esa.
Me le acerqué al joto que estaba vestido de Naruto y le dije que parece Daniel el Travieso de 20 años pero como si fuera tripulante de la misión de la NASA en Armaggedon, por su uniforme naranja. A una chica otaku le insinué que estaba mal vestida porque bajo el kimono no debía usar ropa interior, y que yo era inspector de cosplay, así que debía mostrarme lo que había bajo su ropa. En cada mesa donde jugaban Yu-Gi-Oh, les decía a algunos jugadores que sus cartas ya estaban prohibidas (aprovechaba cuando sacaban una para decírselos). A un sujeto que portaba una espada en la espalda, se la quité y la arrojé al otro lado del salón. Fué ahí cuando se incomodaron de mi presencia.
Fué en ése momento, cuando se estaban agrupando a mi alrededor, en el que saqué una de mis prácticas cartas de Joker, para dejarles una muestra de quien soy. Los otakus son totalmente inofensivos, tanto, que no tuve que usar la navaja. Dejé mi carta sobre una mesa, me di media vuelta y abandoné el lugar.
"El anime debería ser prohibido" . Si, frase que lo tomé del Diario de Dross, pero es lo más adecuado que hay que decir en estos casos. |
Se suponía que saldría por la puerta trasera, pero no sabía que estaba bloqueada ya. Así que tuve que arriesgarme a cruzar de nuevo todo el salón inmenso donde estaban los otakus para buscar la otra salida. La huída fué lo único que me salió mal, porque del resto, salió perfecto. Los otakus son pendejos.
He dicho, carajo.