Cuando era chico, una vez me mandé una cucharada a la boca de ají, pensando que era salsa de tomate. Me llené la boca de pasta dental y azúcar para calmar el ardor. Hasta el año pasado, comer ají nunca me llamó la atención, hasta que hace poco, por esas espontáneas ocurrencias que me da, decidí ponerle ají a un spaghetti que me había servido, para ver qué tal la vaina.
Al día siguiente recuerdo que me serví una ensalada de aguacate, a lo cual me pareció una buena idea echarle un poco de ají para condimentar. Definitivamente lo que decían del ají no era mentira: le da a la comida una sazón y un picante muy macho y masculino. Automáticamente convierte a toda comida hembra en macho. Saben preparar un picante hecho de pepinos, pimientos, algo de tomate y cebolla, y muchos ajíes. También está la opción de comprar los frascos ya preparados de pastas de ají. Cuando comí el spaghetti del que les comenté, le eché el ají en pasta; con la ensalada de aguacate lo bañé en la salsa de ají.
No hubiera motivo de escribir este editorial, si no fuera por lo que pasó al día siguiente.
Resulta que había sopa de queso y papas, con menestra de lenteja y chuleta. Vi que la sopa no estaba como yo quisiera, algo le faltaba. Busqué en la refrigeradora y me di cuenta que con la ensalada de aguacate anterior había terminado el frasco de ají. Me negué rotundamente a comer si no había picante. Fuí al supermercado, agarré un carrito de compras, y busqué el frasquito de ají. Juro que no sabía en qué estantería del supermercado estaba el ají, pero escuché clarito que un crujir como de una hoguera de fuego retumbaba en mi mente indicándome en qué dirección se encontraban puestos los frascos. La chica de la caja me miró como bicho raro porque en el carrito solo le traje un frasco de ají.
Le eché ají a la sopa, a la menestra también, y dudé por un momento si era conveniente echarle a la limonada tambien. Ayer me hice puré de papas, y en secreto al batirlo le eché bastante ají. Quedó de un color naranja, pero el sabor picante quedó muy rico.
Sé cuando tengo problemas, cuando se me puede estar activando un vicio. No me ha pasado con los videojuegos, no me ha pasado con el sexo, nisiquiera con Internet, y no me va a pasar con el consumo de ají. Lo tengo controlado. Sin embargo, no puedo ocultar el hecho de que no es algo normal; antes me rehusaba a ponerle picante a mis comidas para que no me la arruinaran, y ahora mírenme. Me senté a escribir este editorial porque vengo de echarle ají al caldo de gallina, al seco, y también le eché ají a la coca-cola (me lo bebí de un solo golpe). Hoy en el desayuno, le puse ají a mi taza de café, a los muchines de yuca, y al pan le puse mermelada.... con ají.
En mi búsqueda de la verdad, descubrí que comer ají no es tan malo después de todo.
Ya me animé a retomar la vieja rutina del gimnasio, y aunque mi humor ácido y mi posición amarga en la sociedad ha aumentado un 20% con este condimento, nada quita que mis encames ahora lleven picante en cada megabyte de su estructura.
Tengo una plantita ajicera abajo en mi patio. Mañana salgo a comprar el galón de ají. Voy a probar qué tal sabe el flan con ají. De hecho, voy a llevar un frasco ajicero en mi bolsillo, porque quiero experimentar el ají en el sexo, untándole en toda la vagina de la mujer. Me ha de picar la verga, pero ha de picar rico.